por Hernán Carrera
1. En el Hyde Park de Londres, casualmente en la misma esquina donde por siglos se alzaron las horcas de Tyburn y en jornadas festivas pendieron hasta de veinte en veinte los cuellos rotos, hay un banquito o pedestal en el que todo humilde transeúnte puede subirse a cualquier hora del día para hablar en nombre del universo mundo o aun de Dios. Iluminarse con los fuegos del Verbo. Siempre que no se humille a la Reina ni transgreda la ley, dice la ley.
Pero esto no es Hyde Park. Es un vagón de metro, en Caracas, y el tren no se desplaza siquiera entre Altamira y Chacao, cotos privados de una cierta cosmovisión que, en la vieja diatriba de libertad o justicia, apuesta de suyo por el individuo. Viene del rancherío de Carapita, en el fragor de las mañanas, y en la estación Teatros, pleno centro del municipio Libertador, sube el joven barbado, tez clara, pómulos flacos, cabellos largos como el Cristo. La mirada exaltada no le roba, todavía no, la limpidez de sus quizá veintidós años.
–¡Señores! ¡Venezuela tiene que levantarse! ¡No podemos tolerar más esta dictadura!
Su discurso asciende en llamaradas y en decibeles. Habla de la escasez. Habla de represión, de tiranía, de libertad de expresión. Fulmina a los opresores, anatemiza la indecisión. Anuncia el camino.
En el vagón, ciento sesenta rostros miran y no ven. El silencio sepulcral no inhibe al Cristo: enciende su cólera.
–¿Se quedan callados, no van a decir nada? ¡Cobardes! –y escupe su desprecio en andanada de frases virulentas.
Entonces sí, una voz se deja oír. Tranquila, displicente. Cansada.
–Güevón –le dice, le deja caer su hastío.
Un héroe espera el aplauso de la masa. Un héroe cuenta con la animadversión de muchos. En la mirada de este muchacho sólo hay perplejidad, desconcierto. Una repentina mudez.
Eso fue en los primeros días. No había quizá forma de saber lo que vendría.
*
2. Es 19 de febrero, es Tazajal, es Naguanagua, Carabobo. Es demasiado tarde.
Una semana de violencia y ya ha muerto María Elena Lobo, por una guaya guarimbera y asesina. Ha muerto Arturo Martínez, por el terrible delito de despejar una barricada –guarimbera– para poder llegar a su casa. Y muertos están Julio González, fiscal del Ministerio Público, por desnucarse en guarimba asesina, y Génesis Carmona, mientras protesta, de cobarde tiro por la espalda, y Luzmila Petit porque a la ambulancia que la llevaba no la dejaron pasar en la guarimba, y José Méndez arrollado por una impaciencia feroz en la guarimba, y Roberto Redman, y Basil da Costa, y Juan Montoya, a balazo oscuro todos ellos. Ya está incendiado el Táchira, ya en medio del candelero se trata todo de odios, de miedos, de secretos y destemplados intereses. Ya la irracionalidad pastea.
Pero miércoles 19, febrero, Tazajal, Naguanagua, es la atrocidad de las conjunciones todas. Hay guarimba, llamas, humos, piedras, balas, ferocidades, y a Geraldine Moreno, 23 años, tirada en el piso –dicen los testigos– un soldado le dispara un escopetazo al rostro.
Tantos años, Venezuela, libre al fin de ese espanto que se hiciera masivo en otro febrero, 1989. Tantos años de remachar y remachar con Bolívar: Maldito el soldado que dispara contra su propio pueblo. Mil veces maldito el que dispara contra ciudadano inerte. Cien mil veces maldito el que dispara contra un rostro de mujer.
Tantos años y un soldado maldito que humilla el uniforme, el gentilicio, el género humano. Que nos humilla a todos.
El soldado homicida va preso. Nadie defiende ni pretende defender lo indefendible. Será juzgado y castigado como manda la ley: sin contemplaciones.
¿Pero basta eso? ¿Bastaba? Bastó?
Como todo periodista sabe, la realidad supera a la ficción, pero es austera en moralejas. En 1817, una joven inglesa tan joven como Geraldine, Mary Shelley, enfrentaba a su héroe, Víctor Frankenstein, con el horror nacido de sus manos: "Monstruo odiado, ¡infame asesino! Los tormentos del infierno serán un castigo demasiado benévolo para tus crímenes. ¡Demonio inmundo! ¿Me reprochas que te haya creado? Pues, bien, acércate y extinguiré el brillo de vida que, en mi locura, supe alumbrar en ti".
No se vio, el 19 de febrero, a Mary Shelley en ninguna protesta, en ningún diario. No hubo un solo doctor Frankenstein horrorizado –asqueado, insoportabilizado– de su propia locura.
Ser héroe no es tan fácil.
*
3. Ha transcurrido un mes de iracundos disturbios y lo que ahora se desplaza es un autobús, un Transmillenium que va de Chacaíto al viejo y descascarado pueblo de Baruta, integrado hace mucho a la enrevesada Caracas. Son las cinco y media de la tarde y el chofer hace sus magias en la principal de Las Mercedes: caracolea entre canales, desdeña semáforos y prioridades de paso, avanza, ruge, tranca, arremete: tiene prisa: es venezolano. Sortea ya los verdes alfómbricos prados del Valle Abajo Golf Club cuando todo se pierde: llegar tarde es a veces no llegar: en el distribuidor de Santa Fe comienza al parecer nuestra señora de los rosarios: la guarimba nuestra de cada día.
De pie, retaquita ella, mayorcita ella, la señora no se inmuta. Se habrá acostumbrado, tal vez. O es así de ameno el parloteo que lleva con su vecina de cansancios. Sólo al rato, cuando el bus, a pesar de todo, avanza radio a radio, se digna mirar por la ventana. No, no se ve humo, no es guarimba, será tan solo alguna protesta, gracias a Dios. Media hora después, doscientos metros después, la ventanilla deja ver, y oír, la razón de que haya un solo y lento y mísero canal para el infierno de la autopista. Para el dolor de los pies, la tortura de las espaldas, el brazo entumecido, la cena tardía de los chicos, la lavadora a medianoche, el despertador a las cuatro y media.
Son sesenta, ochenta, cuarenta y cuatro vehículos detenidos, estacionados, me-da-la-perra-gana, me-cago-en-tu-madre, cada uno coronado por urna negra y de cartón. Algunos llevan vistosos arreglos florales. Fúnebres, se entiende. En el primero, el que encabeza la tranca, junto a la rigurosa urna, una joven altiva y su megáfono.
–Yo...
Yo, dice. No tú, no ustedes, no nosotros: yo.
–¡Yo no voté por una dictadura! –Yo, dice, grita su airada rabia, tiembla indignada: yo–. ¡Yo no voté por una dictadura! ¡Fuera el tirano!
Retaquita, mayorcita, cansadita, pobre ella, la señora de pie en el bus la ve y escucha sin perder la sonrisa.
–Mírala a ella: en esa camionetota. Y yo acá, los pies hinchados.
Y sigue su cháchara con la vecina.
La heroína, allá aturdida en su megáfono, no la escucha, claro. Se oye a sí misma. Escucha a Yo.
"Yo", en todo el mundo, en todos los tiempos, en todo lugar, es alguien que tiene esa bendita costumbre: llevar siempre la razón. Como los héroes, pero sin que necesariamente haga falta volarse los esqueletos con el polvorín de San Mateo: el Yo heroico no entiende de disidencias, no logra siquiera verlas.
Es un héroe ciego, sordo y gritón.
*
4. Vaya uno a saber cuántos días de protestas, cuánta guarimba, cuántos muertos van. Cuánto pixel de héroe brioso que salta caucho quemado. Cuánto muerto real. ¿Treinta y dos? ¿Treinta y nueve? ¿Llegamos ya a las cuatro decenas de cadáveres? (Cadáver, no, con el perdón de los diccionarios, no es lo mismo que "cuerpo muerto". Cadáver es carne y nombre que se pudren. Donde antes hubo sonrisa, donde hubo lágrima, ahora brotan y se alimentan los gusanos. ¿Treinta y nueve?)
Un día cualquiera, que por supuesto no es cualquiera, en la Universidad Central de Venezuela, en la casa que vence las sombras, en el recinto donde ninguna sombra y toda luz habría de estar llamada a coexistir, se aposenta de nuevo el gusano de la barbarie.
(¿Sabe alguien –aparte de Jesús, digo, eso dicen– quién lanzó la primera piedra? Hace dos mil y tantos años de la primera piedra y puros y réprobos se siguen apedreando en Israel, en Gaza, en Palestina: hace mucho se sabe que, una vez que vuela una primera piedra, todas las piedras matan lo mismo)
Un día, pues, se aposenta la barbarie en la universidad. La Universidad. (Ese lugar donde, al decir subjuntivo y tantas veces dudoso de las etimologías, todo habría de ser uno: el lugar donde toda idea tendría que caber). Un día, una bandada de piedras cerca a un grupo de muchachos, los golpea y los desnuda. ¿Por qué? Porque piensan distinto. Otro día, otro bando, otra bandada de piedras, muchedumbre enloquecida, cerca a un único muchacho, lo golpea, lo rocía en gasolina, le acerca el fósforo: sin llegar a matarlo, lo lincha. Lo lincha. ¿Por qué? Porque piensa distinto. Otra bandada establece cerco de Troya: los vamos a matar, malditos hijosdeputa. Uno de los malditos sale pistola en mano. Otra vez: bandada que patea, que desnuda, que humilla. Que humilla. ¿A quién? ¿Importa acaso? A Fuenteovejuna, señores. A sí mismos, señores. ¿Por qué?
La repetición, dicen los pedagogos, es método probado de enseñanza. Pero no siempre funciona, no. Se apedrea por pensar distinto. No importa quién, a quién. Se apedrea.
¿Dónde carajo está la universidad? ¿Dónde los héroes?
*
5. Atardecer, abril 1º, avenida Francisco de Miranda, Chacao.
¿Existirá en Caracas un estudiante, algún soltero empedernido, una pareja de recién casados que no haya soñado una vez siquiera vivir en Chacao? Antes, se entiende. Tan antes como decir 37 días atrás. Calles que se podían patear hasta más allá de la medianoche, cafés de verdad, italianos. Bares, restoranes: aldea urbana.
Antes, porque, desde hace semanas, Chacao cada noche se desalcantarilla, se embasura, se quema, se destroza, se hace campo de batalla, de esquizofrenia.
La realidad supera a la ficción y el periodismo manda, más allá incluso del entendimiento, atender a la verdad: desde las ventanas de los vetustos edificios, extraña aldea urbana esta, se aúpa a los embasuradores, los quemadores, los destrozadores, los desalcantarilladores. Los dígase héroes son veinte, son ochenta, son doscientos o son once. Los más heroicos, también esto hay que decirlo, tienen poca cara, poca mediterránea tez de café italiano: recuerdan más fácilmente la madrugada de los barrios de verdad, esa a la que sólo el incauto o el suicida o el mestisísimo transgresor se atreven. ¿Qué hacen ahí, quiénes son?
Pero se les dice y digamos entonces: héroes. Portan piedras, portan escudos de lata o de cartón, en la mano llevan la botella de gasolina con trapo que inmortalizara en la Rusia de los soviets a Viacheslav Mólotov. O una honda, una china, un tirachinas capaz de lanzar un proyectil de vidrio o metal a los suficientes kilómetros por hora para reventar cráneos. O una casera bazuca de cohetón. O, eventualmente –están las fotos–, un fusil con mira telescópica.
A estos cívicos héroes no les divierte tanto destrozar Chacao como enfrentarse a los bombazos lacrimógenos, a los chorrerones de agua, a los perdigonazos plásticos (a veces letales, no hay que olvidarlo) de la policía.
La adrenalina es mucha, pero no siempre la bastante. Días antes de este martes 1º de abril, en la avenida Francisco de Miranda, Chacao, los héroes destrozan e incendian la fachada de un ministerio. Día siguiente, ministro –venezolano al fin, acostumbrado a la catástrofe, al gracias a dios– afirma y advierte que, gracias a dios, el asalto fue nocturno: han podido acorralar, quizá matar, a cientos de trabajadores y a sus hijos, que allí mismo tienen guardería, jardín de infancia.
Virtud del héroe: tenacidad. Virtud del ser humano: el olvido temprano. El martes 1º de abril, fin de tarde apenas, llueven de nuevo las molotov y los cohetones contra la fachada del ministerio. Son tres, quince, veinte heroecitos. Adentro, jardín de infancia, jardín, 96 niños de menos de tres años de edad.
El fuego rara vez mata por fuego: mata por asfixia, por humo. Por hijoeputa mata.
¿Heroicidad? Explicarle a cada uno de los 96 niños, cada padre o madre explicarle a su hijo, día siguiente, esa misma temblorosa noche, que el mundo es o puede ser esa cloaca inmunda en la que a un héroe de mierda le sabe a mierda la vida o muerte de los niños.
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6. Pascua. Semana de recogimiento y resurrección, dicen los liturgios.
Lunes santo, medianoche: alguien, alguienes, tiende o tienden de través un grueso hilo de nylon en el túnel de El Paraíso, en Caracas. Si hay mala suerte, se lo llevará un carro, sin enterarse siquiera. Si son propicios los astros, se llevará el hilo a un motorizado.
Y son propicios, vaya: Wilbany León, 29 años –¿amigos, hijos, sueños?, no se sabe, pero mira tú qué magnífica casualidad– paramédico al servicio del Ministerio del Transporte Terrestre, sube a su moto y toma el túnel de El Paraíso. Había que haber puesto una guaya, un alambre, ya lo dijo el heroico general Ángel Vivas, el general Twitter: acero, alambre de púas, a un metro veinte del suelo. El nylon, a Wilbany León, 29 años, paramédico, hijos quién sabe, sueños seguro, tan solo le abrió un tajo en la garganta. Le quedará de recuerdo de por vida, pero vivirá, coño. Quién sabe con qué maldita rabia.
Martes santo, medianoche: quince individuos, en camioneta, sin identificación, sin gritos, sin consigna, asaltan el estacionamiento de un edificio de clase media en Barquisimeto. Incendian, incineran tres carros. Disparan a las ventanas. Atraviesan, sus balas o una esquirla, un lóbulo de oreja de señora (ring de oreja, señora, tremendo piercing: "abuelita, qué loca, ¿así de hippie eras de joven?"). Y se marchan. Tan campantes.
¿Contra quién se tendió el nylon, contra quién se incendió, contra quién se disparó?
¿Importa acaso? Es obvio que a los que tendieron, incendiaron, dispararon, no, no les importa un carajo. El resto del país quizá podría preguntarse qué clase de heroecitos nos traemos. Los venezolanos, el país, digo, dice uno. El estupefacto. El que insiste en no poderse creer que alguien juegue a la guerra civil. Al odio mellizo como heroico emblema.
*
7. En off.
En los Estados Unidos de América, vientre de Thomas Jefferson, patria nacionalizadora de la estatua de la libertad y cuna acomodaticia y putativa del "No comparto tus ideas, pero estoy dispuesto a morir por el derecho que tienes a exponerlas", está hoy encarcelado Justin Carter, 18 años, porque a mitad de un videojuego online se le ocurrió proferir una balandronada que todo padre ha escuchado alguna vez al flojazo de su hijo: "Sí, estoy loco, le quisiera poner una bomba al colegio". O algo así. Preso. Sing-Sing: ocho años. Y no, no era la escuela de los hijos de Obama, ni de los nietos de Hillary.
En los foros del lector de noticierodigital.com, y es sólo ejemplo flojo y fácil entre las tantas web page y twitters de este pobre incompleto país llamado Venezuela, se puede leer a un tal James T. Kird, seudo-epónimo-admirador de un coronel de los muy racistas y esclavistas Estados Confederados del Sur durante la Guerra de Secesión estadounidense.
Dice este héroe James en la puridad de su sangre blanca, mestiza nunca, roja jamás: "Soy jefe de una de las 5 familias en Los Mangos que organiza, promueve y recoge material y ayuda a que todos gustosamente entreguen para mantener la lucha en el sector Los Olivos. Hemos organizado acciones nocturnas por guardia, así siempre hay dos rondas de muchachos y adultos que le hacen frente a la GN. No recibimos pago, pero sí disponemos de sueldos justamente ganados que nos permiten promover la resistencia del sector; esto nos brinda la logística necesaria para sostenerla, como: almuerzos y cenas los días más fuertes; fabricación, gracias a vecinos y amigos, de material para la destrucción de unidades oficiales y civiles que se presten a ello (y va orgullosa la foto: cohetones erizados de clavos de tres pulgadas: nota de este pendejo que aquí escribe), así como para la lucha contra los organismos fascistas del régimen. Hay vecinos que no entienden la lucha, a los cuales visitamos y les hacemos entrar en razón, dejando de molestarnos (chavistas pajúos). A veces se resisten en abrirnos (foto: ventana destrozada). Pero una vez que ingresamos, nosotros, "los viejos", les hablamos mientras los jóvenes les toman fotos de sus carros y placas, sus rostros y carnet laboral. Nada de golpes: no somos chaburros, pero sí les dejamos claro que regresaremos si persisten en su idea de traidores a la república. Luego que las partes estamos felices del entendimiento y compartir un café, que les pedimos a las doñas y señores de casa, les dejamos padeciendo como nos hacen la GN en los edificios, sólo para que compartan un poco el malestar que los esbirros maduristas hacen con nosotros, y procedemos a destruir sus medidores (foto: casa a oscuras, medidor de energía eléctrica incendiado). Hemos incendiado 5 vehículos de los 7, pues dos los quemó Ramón López, el alcalde, así que el resto es nuestro, para que sea serio. Le respondemos los disparos a los Tupa y más de uno se ha ido cargado en brazos. No aceptamos conversación con la guardia en el comando, ellos deben venir a donde hondea nuestra bandera, aquí, en Los Mangos. Todo lo dicho por la sodomita de la Pemón es falso. A ninguno aquí nos han llamado o amenazado, somos las familias quienes protegemos y mantenemos el control en Los Olivos. Sólo es un desecho social, un mal nacido, una pobre bestia que sangra por la herida, ya que el pueblo venezolano no se rendirá a los decesos de esa maldita isla. Oh, sí, muchacho, soy y somos más que unos guarimberos. Regresamos ese odio que nos enseñó el hijoeputa de Chávez. Y, ¿saben qué? ¡El que se cansa pierde!".
Larga cita. Y todavía le ripostan, a las esquizofrenias del tipo james-ti-kird, una andanada de locos de atar venidos de la más oscura y oscurantista psiquiatría de siglo XIX, cuando todavía se pensaba que el eletroshock y el agua helada eran espanto de demonios y no incubación de rabias homicidas.
Pero si fueran eso, apenas, las bárbulas, los vergonzantes manicomios del sadomasoquismo más prehistórico. Sobran las primeras páginas de diario, de web site periodístico, donde al vandalaje y al horror se les llama heroísmo. Donde el periodismo no puede asomarse sin espanto, sin asco de sí mismo.
Decía Ryszard Kapuscinski, tan ajeno él, tan ajeno en la memoria propia a la imagen del héroe, tan perdidamente hombre común: "Para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Si se es una buena persona, se puede intentar comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias".
Venezuela está ayuna de comprensión, de entendimiento, de diálogo, de bonhomía.
Tan sobrada de héroes, de héroes de pacotilla, de Cristos que de las dictaduras apenas reprueban no estar al mando, no disponer (aún) de los estadios y las manos rasgueadoras de guitarra de Víctor Jara.
Quizá, piensa o se rinde uno, cansado ya, hastiado, desesperanzado, descreído de sí mismo, rendida la heroicidad humilde del raciocinio ante tamaña locura, quizá haga falta mucha horca para poder finalmente admirar el simbólico y ni tan pendejo heroísmo de la paloma que les pintó Picasso a los tantos locos.
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